Previa Literatura 5ºA. Profesora: Anoni.
Previa de Literatura.
Curso: 5ºA
Profesora: Anoni, María Emilia.
Hola
chicos, este es el trabajo práctico que van a realizar para rendir la previa de
Literatura de quinto año.
Es
sumamente importante que el trabajo esté COMPLETO Y PROLIJO (esto facilitará la
corrección del mismo).
La
fecha de entrega es el miércoles 29 de abril por la mañana.
Literatura de cosmovisión fantástica.
Leé la siguiente información.
·
Resolvé las siguientes actividades según lo
leído:
1)
¿Qué es un relato fantástico?
2)
Explica la cita de Todorov.
3)
¿Qué es lo que afirma Todorov?
4)
¿Qué sucede con el lector en los cuentos fantásticos?
5)
¿Qué sostiene Rosemary Jackson sobre el relato fantástico?
6)
Razoná el concepto de cosmovisión fantástica y explícalo
con tus palabras.
·
Te propongo la lectura de los siguientes
cuentos: Casa tomada, Continuidad de los parques del autor Julio Cortázar. A
partir de la lectura deberás analizar los siguientes puntos:
1)
El elemento fantástico que aparece en cada uno
de los relatos.
2)
El narrador o los narradores.
3)
La situación de los personajes.
4)
El espacio y el tiempo; el tema del sueño.
5)
La situación final de cada relato.
·
Casa tomada: comprensión lectora.
1)
¿Qué significa el título y qué relación tiene
con el argumento?
2)
Caracterizar a los personajes.
3)
Averiguar que función tiene el tejido como
actividad femenina en la cultura griega clásica. Establecer relaciones con
Irene.
4)
Reponé lo que no cuenta Casa tomada, imaginando
quienes ocupan la casa y reescribí el relato. Pensa en estos detalles:
-Su identidad y procedencia.
-Por qué quieren la casa y que va a hacer con ella.
-Qué
piensa de los habitantes de la casa.
Casa tomada
[Cuento - Texto completo.]
Julio
Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y
antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de
sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en
ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin
estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a
eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla
limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther
antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la
inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y
los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes
de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a
nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el
sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen
cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene
no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias
para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo
destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la
canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de
algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en
mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo
aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar
vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada
valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa
y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene
sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la
vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a
Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a
mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo
y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente
los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El
comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes
quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente
un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera
donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al
cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un
zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno
entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados
las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la
parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y
mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda
justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba
a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa
era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte
de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer
la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos
Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple
y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las
ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate.
Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la
vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en
la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo
tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas
piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado
tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta
de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve
de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado
parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos
cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos
que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella
tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a
mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos
habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de
literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó
en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y
nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido
al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se
simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por
ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo
para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no
afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y
eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A
veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un
dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los
ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y
Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en
seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene
de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios
tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la
casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De
día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo
haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me
desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias.
De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la
cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía)
oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo
del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de
detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los
ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la
cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado
nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y
la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los
ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le
colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo.
Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin
mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté
inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince
mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las
once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella
estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que
a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora
y con la casa tomada.
FIN
Continuidad de los parques
[Cuento -
Texto completo.]
Julio
Cortázar
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres
y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en
seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo
que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin mirarse
ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda
opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a
su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma
malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían
ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió
los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le
llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería,
una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN
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